Una de las historias de la panadería que más me gusta es la del croissant, un pan en forma de cuarto creciente de luna (aunque últimamente presentan una forma alargada, similar a un bigote) elaborado con una masa hojaldrada fermentada que después de hornearse produce un pan cremoso con varias capas crujientes. Tiene un alto contenido de mantequilla y se consume durante el desayuno acompañado de café o té. Puede servirse untado con mantequilla, mermelada, crema de frutos secos o crema de chocolate.
Este pan es un tipo de viennoiserie símbolo de la gastronomía francesa, aunque su origen es austriaco. Algunos relatos afirman que se originó en Viena en 1683. Según cuentan, unos panaderos que trabajaban de noche escucharon ruidos provenientes de enemigos otomanos que pretendían invadir la ciudad; los panaderos alertaron a las autoridades antes del amanecer, lo que permitió repeler el asalto. Cuando los otomanos fueron vencidos, Juan III Sovieski otorgó a los panaderos el privilegio de crear un bollo que inmortalizara el acontecimiento. El bollo que inventaron tenía una forma de cuerno alargado y lo llamaron hörnchen, que en alemán significa “cuerno pequeño”, haciendo alusión a la luna creciente que figuraba en el estandarte del imperio otomano.
Existen documentos antiguos que demuestran la existencia de panes en doma de luna creciente o de cuernos, que servían como ofrenda a los dioses griegos, como parte de mesas eucarísticas durante el siglo X o los que eran consumidos en las mesas reales y burguesas durante la Edad Media. Sin embargo, el ancestro del croissant es el kiepferl (en alemán “media luna”), también conocido como kipferl y kipfl, o con grafías más antiguas como el chipfel o gipfel, que se elaboraba en Austria desde el siglo VIII. Evidentemente, con el paso de los siglos la forma de elaboración y los ingredientes de la masa fueron cambiando y aparecieron muchas variantes del kipfel, por ejemplo, cubiertos con sal o semillas de anís o alcaravea. Los croissants o kipfels que se vendían en Francia a mediados del siglo XIX eran distintos a los croissants de masa hojaldrada fermentada que conocemos hoy. Se elaboraban con la misma masa del pain viennois o Kaisersemmel, compuesta de harina de gruau, un tipo de harina de trigo de muy buena calidad, huevo, levadura, y una mezcla de agua y leche. No fue sino a finales de ese siglo que se comenzó a incorporar mantequilla a la masa, y hasta alrededor de 1920, nacieron los croissants de mansa hojaldrada con mantequilla como los conocemos ahora.